Con la
fiesta de Pentecostés cerramos el ciclo pascual. Cincuenta días después de la
pascua llega este tiempo a su fin, o sea, a su plenitud. Con el don del
Espíritu se derrama el amor de Dios sobre toda la creación y baja a lo más
profundo del corazón de cada persona, comunicándole vida y belleza. Es como una
segunda creación, una verdadera inundación de gracia que derriba toda barrera
entre cielo y tierra, entre los seres humanos, e instaura la posibilidad real
de una plena comunión entre los seres humanos y con todo lo creado. Nuestra
tarea, ahora, es no hacer inútil esa gracia que se nos ha dado, sino hacer que
produzca frutos abundantes.
Vivir en el
Espíritu es condición de nuestra vida creyente, de nuestro seguimiento del
Resucitado. El Espíritu nos abre el entendimiento, nos capacita para la misión,
nos llena con sus dones al servicio de la comunión misionera. Él es el
verdadero animador de nuestra fe. Le necesitamos, aunque muchas veces el Espíritu
sea el gran olvidado en la vida de la Iglesia.
Los primeros
cristianos tienen clara conciencia que la fuerza del Espíritu es la que les
está guiando. Es el protagonista en el tiempo de la Iglesia; Dios está presente
de una manera distinta, pero presente.
La Ascensión
no ha debilitado la Iglesia, el paso a la adultez que supuso «la marcha de
Jesús» no tiene
como consecuencia la sensación de abandono ni desconcierto. Esta otra presencia
de Dios llena de vitalidad, orienta y fortalece a la comunidad y a cada
creyente. El Espíritu es el que nos invita constantemente a pasar del «yo» al
«nosotros».
Vivir según
el Espíritu es vivir la verdadera espiritualidad cristiana, es Él el que nos
ayuda a superar nuestras limitaciones; todo lo que es de Dios sin su fuerza es
imposible, ni reconocer a Jesús como el Señor, ni llamar a Dios Abba, todo está
movido por él. Ese Espíritu presente en la historia y que llena de vitalidad el
ser humano y a la comunidad es el aliento de Dios.
Hoy
celebramos también el día de la Acción Católica, y del Apostolado seglar; es el
día de los laicos, de todos los bautizados.
Creemos en
el Espíritu Santo. Eso rezamos cada vez que recitamos el Credo de nuestra fe.
Pero muchas veces es una mera fórmula que repetimos. ¿Creemos de verdad en él?
¿Nuestra fe comprende la certeza de su actividad creadora y dadora de vida en
nuestra historia? ¿Nuestro testimonio es suscitado por el mismo Espíritu que
animó a Jesús de Nazaret que pasó por la vida haciendo el bien y curando a los
oprimidos por el mal?
¿Cuándo
creemos en el Espíritu Santo? Dice Karl Rahner, que creemos en él:
Cuando
tenemos una esperanza total en la vida, a pesar de nuestras caídas y nuestras
dudas.
Cuando se
siente la desesperación y, sin embargo, se experimenta un consuelo interior que
nadie nos puede quitar.
Cuando
experimentamos el desgarrón de la muerte propia y ajena y la sabemos asumir con
fe y esperanza.
Cuando
aceptamos libremente una responsabilidad, aunque no tengamos claras
perspectivas de éxito y de utilidad.
Cuando
vivimos con serenidad y perseverancia la existencia de cada día, a veces
amarga, decepcionante y aniquiladora, y la aceptamos por una fuerza cuyo origen
no podemos abarcar ni dominar.
Cuando nos
entregamos sin condiciones y cuando el caer se convierte en un verdadero estar
de pie.
Cuando en el
fondo de nuestras interrogantes y nuestros conocimientos nos sentimos abrazados
por un misterio que nos acoge y nos salva y que experimentamos como el fondo
más profundo y auténtico de nuestro ser.
Cuando
vivimos las tinieblas del aparente sinsentido en nuestra vida, porque esperamos
una promesa que no podemos entender.
Cuando
vivimos las experiencias fragmentarias del amor, la belleza y la alegría, como
promesa del amor, la belleza y la alegría plena que un día recibiremos junto a
Dios.
Cuando somos
capaces de orar en medio de las tinieblas y el silencio, sabiendo que siempre
somos escuchados, aunque no percibamos una respuesta que se pueda razonar.
Acojamos el
don del Espíritu, dejémonos guiar por él, que él nos haga creyentes, que él nos
haga Iglesia.
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