Homilía10º domingo TO_B

La actuación libre de Jesús provoca rápidamente el rechazo en su entorno. Sus familiares lo consideran desequilibrado y excéntrico y las autoridades sospechan que está poseído por los malos espíritus. Para ninguno se adapta al papel social que esperan de él. El problema está en saber quién es el que está verdaderamente desequilibrado y poseído por el mal.

 

La primera lectura de hoy (Gn 3, 9-15) denuncia un pecado real que vuelve sobre el ser humano una y otra vez: no necesitamos a Dios, podemos construir un mundo sin Dios, aunque resulte un mundo contra el ser humano. Solo hace falta deshacernos del “peso” fraterno; solo hace falta dejar de considerar al otro como hermano. Adán y Eva dejan de ser una sola carne para culparse mutuamente de su situación y su pecado. Solo hace falta dejarnos embaucar por el demonio.

 

Y para eso es necesario también ceder a otra tentación que nos muestra el evangelio de Marcos hoy: reducir a Jesús a una buena persona, sin más, que conectaba con la gente sencilla, como otros muchos, pero que no viene de Dios. El evangelio nos dirá que oponerse a Jesús y a su misión es oponerse a Dios y al Espíritu. Con otras palabras: no reconocer la encarnación de Dios es negar el proyecto de humanización que nos humaniza y libera, que nos dignifica, que nos devuelve nuestra condición de hijos e hijas de un mismo Dios, y hermanos y hermanas unos de otros. Y eso es tanto como renunciar a nosotros mismos, aunque no lo digamos; es “blasfemar contra el Espíritu Santo” del que somos templo.

 

Blasfemar contra el Espíritu Santo es rechazar la propuesta de vida que Jesús ofrece en nombre de Dios; es rechazar la verdad con los ojos abiertos; es llamar luz a las tinieblas, y tinieblas a la luz; es negar la verdad; es no sentirse necesitado de salvación alguna, cerrarse al perdón, manipular interesadamente la llamada de Dios, construir una falsa humanidad que se niega a acoger la presencia de Dios humanizando a las personas.

 

¿De qué nos sirven los lazos que construimos con las personas cuando estos se sostienen solo sobre nuestros intereses, sobre nuestro proyecto particular, sobre las relaciones no humanizadoras, sobre nuestros personales demonios?

 

Hacer la voluntad de Dios es lo que nos devuelve nuestra identidad original, nuestra más humana condición: hijos y hermanos. Es lo que puede expulsar de nosotros los demonios de la envidia, soberbia, desprecio, violencia, prepotencia, burla, vacuidad, abuso… los demonios de la economía y el individualismo, los del consumismo…

 

Hacer la voluntad de Dios requiere vivir en Jesús, permanecer junto a él, contemplarle, captar sus sentimientos, dejarse impactar por lo que acontece junto a él. Eso exige definirse ante Jesús. Descubrirme. Dejar que su Espíritu nos guíe.

 

Es lo único que nos puede ayudar a impedir que la fe se vaya desgastando y degenerando en mezquindad. Es lo que puede impedir que nos convirtamos los cristianos en momias de museo que, desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, vivamos la constante tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio». Es lo que puede evitar que se apolille el dinamismo apostólico: que su camino sea nuestro camino; su sueño nuestro sueño; su vida, nuestra vida.

 

Este domingo tenemos nuevamente elecciones al parlamento europeo. Es ocasión de realizar nuestra condición de ciudadanos y ejercer nuestro derecho en conciencia. Nos vendría bien preguntarnos a la hora de votar, si no hemos hecho ya, qué construye en la tierra este Reino de Dios, de paz y justicia. Preguntarnos qué es realmente cumplir la voluntad de Dios en un proyecto de humanización y fraternidad. Porque, no lo olvidemos, cumplir la voluntad del Padre es lo que nos incorpora a la familia de Jesús: lo que nos hace sus hermanos, sus hermanas, su madre.

 


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