Homilía 22 domingo TO - B

 Dt 4, 1-2.6-8; Santiago 1, 17-18.21b-22.27; Marcos 7, 1-8.14-15.21-23

Qué suerte tener, como dice la primera lectura un Dios que está siempre cerca de nosotros, que nos quiere y nos cuida, que nos libera, nos perdona y nos ofrece siempre la oportunidad de volver a su amor. Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia creíble. 

Como Pedro, estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa; a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía. 

Y como Pablo, estamos llamados a ser libres de las hipocresías de la exterioridad, a ser libres de la tentación de imponernos con la fuerza del mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a Dios, libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles.

Todos tenemos nuestras propias hipocresías y esclavitudes, grandes o pequeñas, que reducen a un estéril movimiento de labios nuestra confesión de fe. Demasiadas veces tenemos nuestro corazón y nuestra mente llenos de nuestros propios criterios humanos que acaban por configurar prácticas distintas y alejadas -incluso a veces contarias- de las evangélicas, aunque las justifiquemos. Nos queda mucho por caminar. Nos queda mucho por convertir y liberar. 

Jesús desacredita una religión que impide la fraternidad que nace y crece en la experiencia de que todos tenemos a Dios por Padre y podemos llegar a él. Desacredita un sistema que, porque cierra el paso hasta Dios, reservado solo a los “puros”, es un sistema que impide la vida, que mata. Desacredita una religion que se conforma con aparentar una imagen externa cuando nuestra vida, nuestras prácticas van por caminos distintos y distantes del Evangelio. Desacredita la hipocresía de que nuestras palabras y nuestra vida vayan por caminos distintos.

Nosotros nos instalamos en esa hipocresía y en ese fariseísmo cuando nos volvemos “activistas de lo religioso”, cuando caemos en la piedad externa -ritos y tradiciones vacíos- o cuando realizamos un compromiso a favor de los otros pero eso en nada transforma ni convierte al amor nuestra propia existencia, aunque nos hace quedar bien. Nos instalamos en la hipocresía cuando no dejamos que la comunidad nos interpele. Cuando hay parcelas de nuestra existencia que nos negamos a poner en comunión. 

Nos podemos instalar en la hipocresía de llevar una doble vida: hacer cosas buenas por los más vulnerables, desde la distancia de una vida intocable. Nos instalamos en esa hipocresía, cuando realizamos las más laudables acciones desde criterios humanos, pero somos incapaces de habitar en la debilidad de la comunión vital con nuestros hermanos y hermanas empobrecidos. Hipocresía, cuando acabamos pretendiendo justificar en Dios todo eso.

Poco a poco olvidamos a Dios y luego olvidamos que lo hemos olvidado. Empequeñecemos el evangelio para no tener que convertirnos demasiado. Orientamos la voluntad de Dios hacia lo que nos interesa y olvidamos su exigencia absoluta de amor.

Este puede ser hoy nuestro pecado. Agarrarnos como por instinto a una religión desgastada y sin fuerza para transformar nuestras vidas. Seguir honrando a Dios solo con los labios. Resistirnos a la conversión y vivir olvidados del proyecto de Jesús: la construcción de un mundo nuevo según el corazón de Dios.

Sin la coherencia de Jesús en nuestra vida no podemos pretender transformar el mundo y nuestro seguimiento de Jesús no será un peregrinar tras sus pasos por la causa del reino, sino un pasar de turistas por la vida, sin implicarnos en nada. 

Sin nuestra propia conversión, no podemos pretender la transformación que permita experimentar la amistad social y la fraternidad humana.

Es nuestro corazón: nuestras ideas y sentimientos, lo que de verdad nos mueve, nuestros estilos de vida, nuestras prácticas cotidianas lo que tenemos que dejar que el Señor toque con su misericordia y sane.

Es lo más profundo de nuestra existencia lo que necesitamos que el Señor cambie con su amor.

Es ahí, en nuestro corazón, donde podemos experimentar la cercanía del Señor a nuestra vida; donde podemos encontrar el motor de nuestra religiosidad auténtica, la que nos ha recordado la Carta de Santiago: acoger la palabra y ponerla en práctica. Es ahí donde podemos experimentar la vida de la fe, porque es ahí donde libramos las grandes batallas que de verdad cambian nuestra existencia: en nuestro corazón desnudo.


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