Homilía, Asunción de la Virgen

El evangelio de esta fiesta, que nos resulta más que conocido, nos muestra al Dios de los contrastes. El encuentro de la joven virgen y la anciana estéril, ambas descartadas y marginadas en su tiempo. Dos personas que algunos sectores de nuestra sociedad actual descartarían porque no aportan nada a la construcción de un mundo que solo se desarrolla sobre lo económico, sobre la imagen, la productividad… Sin embargo, para el Dios de los contrastes estas dos personas descartables son “la llena de gracia” y la que al sentir la presencia del Niño en el vientre de su madre “se llenó del Espíritu Santo”.

Dos iconos de la presencia de Dios que irrumpe en la vida y en la historia desde lo sencillo, desde abajo, desde la humildad y la pobreza, desde lo oculto y aparentemente inútil para poner en valor la cotidianidad como lugar privilegiado para sentir y gustar a Dios.

María no es Dios, y lo mejor que podemos hacer los cristianos para situarla en su justo lugar y aprender de ella, es desdivinizarla, recuperar su absoluta humanidad, su condición de creyente y discípula. María es la mujer sencilla, humilde, que supo fiarse absolutamente de Dios, y ponerse a la escucha para discernir su voluntad en los acontecimientos que se iban sucediendo en su vida. Es la discípula que aprende a identificar la melodía de Dios para acogerla y hacer que suene en su corazón de modo que oriente su humano caminar. 

Por eso es capaz de percibir la presencia de Dios en la historia humana y en su propia historia personal, y reconocer la actividad humanizadora de esa presencia. Por eso es capaz de percibir y acoger las maravillas que Dios es capaz de realizar en la pequeñez de la vida de los pobres y sencillos. 

Por eso es capaz de poner su vida a disposición del Amor de Dios, para que en ella se haga también su voluntad de salvación para todos. 

Por eso es capaz de hacer de su vida un acompañamiento cercano y servicial, cuidador de quienes le rodean. Por eso sabe esperar con la paciencia y en la oración el ir entendiendo y acogiendo esa presencia de Dios, esa acción callada pero constante de Dios en su vida.

Vivir desde esas claves es lo que hace que sea para nosotros bienaventurada, bendita entre las mujeres, consuelo y apoyo, modelo de seguimiento, madre amorosa, compañera fiel de nuestro caminar, maestra de vida y de oración.

Celebrar esta fiesta es afirmar que todo es bueno en María, que su acogida de la voluntad de Dios es total, sin fisuras y que, por eso, Dios mismo acoge la totalidad de su existencia para siempre. Es celebrar que el camino de vida que ella anduvo podemos recorrerlo con su ayuda también nosotros. Es reconocer que estamos llamados, precisamente, a recorrer ese mismo camino, que no nos ahorra el sufrimiento, pero que también en él nos hace sentir el amor de Dios.

Esta es una celebración, sobre todo, comunitaria. Es la comunidad cristiana la que está llamada a mirarse en el espejo de María, y a reproducir en nuestra vida comunitaria sus mismas actitudes creyentes, para ser comunidad fraterna, de acogida y servicio; comunidad orante, que vive a la escucha de la Palabra y la encarna en la vida, para poder ser una comunidad alimentada por la mística de ojos abiertos que permite reconocer la acción misericordiosa de Dios en lo cotidiano de la historia humana. Una comunidad que en la ternura sabe unir caridad y justicia. Una comunidad que, porque se va construyendo desde la fe, el amor y la esperanza, puede entonar también su propio Magníficat, que es, a la vez, alabanza, acción de gracias, y renovado compromiso de ser testigos del amor de Dios.

De María podemos seguir aprendiendo la urgencia de servir, el gozo de creer, la fidelidad en tiempos de adversidad y la esperanza en la utopía del reino, que vemos abrirse paso de manera callada y cotidiana. Como María estamos invitados a seguir apostando por los valores del reino para seguir tejiendo fraternidad y esperanza en nuestro mundo junto a las personas empobrecidas.


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