Celebramos este domingo la festividad de la Virgen de las Angustias. La
fiesta de nuestra parroquia, de nuestra comunidad, de nuestra madre. Celebramos
que nuestro camino comunitario de fe lo hacemos de la mano amorosa de María de
quien aprendemos -en las alegrías y las tristezas- a seguir a su Hijo
Jesucristo. Toda nuestra vida es un continuo seguir las huellas del Resucitado.
Pero nuestra vida no es algo inmutable, construida de una vez para
siempre. Nos vamos haciendo y deshaciendo en cada paso de nuestro caminar, día
a día, en cada encuentro humano y en cada acontecimiento vivido, en una
conversión y recreación constante. Pero esa continua mudanza vital se asienta
en pilares y convicciones que se van haciendo permanentes y esenciales, también
paso a paso. Hay cosas que necesariamente cambian, y otras que siempre
permanecen y se hacen más sólidas.
Para ir asentando la vida que fluye, es necesario que, cada cierto tiempo,
nos formulemos y nos respondamos algunas preguntas: ¿Qué estoy viviendo? ¿Cómo
estoy viviendo? ¿Por qué y por quién? Porque, aunque las preguntas sean
recurrentes, las respuestas desde situaciones vitales cambiantes no serán
siempre las mismas. Serán respuestas que nos van ayudando a crecer y avanzar en
la construcción de nuestra humanidad.
Unas de esas preguntas recurrentes que hemos de formularnos cada cierto
tiempo son: ¿por qué soy cristiano/a? ¿por qué sigo a Jesús? ¿cómo es mi
seguimiento? ¿quién es Jesús para mí y cual es mi relación con él? ¿Cómo
construyo mi humanidad en la fraternidad desde el encuentro con Jesús? ¿Me
merece la pena -y la alegría- seguir sus pasos?
“Y vosotros, ¿quién decís que soy?” En realidad, es el mismo Jesús quien
nos formula esta pregunta bastantes veces a lo largo de nuestra vida. No hay
respuestas eternas.
Por eso hemos de volver a preguntárnoslo en distintos momentos de nuestra
vida. Y este comienzo de curso, al revisar y actualizar nuestro proyecto de
vida, hemos de hacerlo desde esa pregunta. Para que la respuesta que
concretemos nos siga haciendo crecer en esa relación de amor con Jesucristo,
con las hermanas y hermanos, con la creación que nos humaniza y humaniza
nuestra existencia compartida.
La primera lectura de la liturgia de hoy (Isaías 50, 5-9) nos ayuda a
ponernos en la actitud necesaria de disponibilidad y escucha, de docilidad al
amor de Dios en nuestra vida para poder preguntarnos y respondernos como
discípulos, y para hacerlo en la conciencia cotidiana de la presencia amorosa
de Dios en nuestra vida.
Dejar que Jesús vuelva a hacernos la pregunta, acogerla con actitud de
discípulo, de escucha, nos ilumina el camino a seguir, nos empodera a los pies
de la Cruz tras sus huellas, porque la única manera de estar con Jesús y
seguirle es cargar con la cruz; una cruz que es consecuencia del seguimiento,
de la respuesta que nos damos vitalmente a la pregunta de quién es Jesús para
mí. La única manera de conservar la vida es perderla.
María nos enseña a ser discípulos, a escuchar y meditar, a responder con
generosidad, a seguir a Jesús, a cargar con la Cruz. Nos enseña también a vivir
las angustias de nuestra vida, para descubrir incluso en ellas, la alegría del
amor.
Vamos a encomendarnos a ella en este nuevo curso, a dejarnos sostener por
sus brazos amorosos, a reposar en su regazo y a ser, como ella, discípulos de
quien es el centro de nuestra vida: el Crucificado Resucitado. Que ella guíe
nuestro caminar de discípulos, nuestro proyecto parroquial.
Vamos a encomendarle la vida de nuestra parroquia, de la comunidad, de
cada persona que la forma, de quienes lleguen a nosotros buscando la
misericordia, necesitando la justicia, para que puedan experimentar el amor que
sentimos nosotros en sus brazos.
Que ella, que ha acogido también como madre a quienes ya terminaron esta
peregrinación, a nuestros difuntos, siga acompañando nuestro caminar.
Comentarios
Publicar un comentario