Homilía. Domingo 25 TO-B

El evangelio de Marcos que venimos leyendo, da un giro. Jesús se ha dado cuenta de cuales son los intereses de quienes les siguen, distintos y distantes de los que él anuncia y ofrece, y dejando a un lado a las multitudes, se propone instruir de una manera más personal e íntima a los apóstoles. Tambien ellos se encuentran con dificultades para seguir a jesús. También ellos ambicionan primeros puestos, poder, éxito… Tampoco ellos acaban de comprender del todo lo que Jesús les propone, porque choca con sus deseos e intereses, con sus propias expectativas. Todavía tienen que aprender el estilo de Jesús.

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Con esa rotundidad lo expresa Jesús. 

Y es que servir no es cuestión de cuántos actos de servicio podemos hacer en nuestra vida. El servicio que Jesús nos propone vivir es que toda nuestra vida sea servicio, para servir a todas las personas. Y eso solo lo vivimos cuando en cada persona reconocemos el rostro de Cristo, y a una hermana o hermano. Cuando nos reconocemos hijas e hijos de un mismo Padre, porque nos hacemos prójimos de los más débiles. Cuando estamos dispuestos a dedicar nuestra vida al desgaste por amor, a desgastarse sirviendo por amor, porque encontramos que ese es su verdadero sentido. Cuando hemos experimentado el amor de Dios en nuestra vida concreta y cotidiana.

Jesús les está hablando a los discípulos, con lo que nos dice también cómo ha de ser la comunidad de sus seguidores, cómo ha de ser la Iglesia. ¡Cuánto necesitamos en nuestra Iglesia seguir caminos de conversión en este sentido! ¡Cuánto necesitamos alejarnos del “ejercicio del poder” en el seno de la comunidad, de los títulos altisonantes y distantes!, de la búsqueda de honores tan antievangélicos… No solo quienes de manera visible ejercen ese poder, sino también tú o yo, que, de manera más imperceptible lo ejercemos en nuestra realidad concreta. 

¡Cuánto necesitamos alejarnos de títulos que nada deberían significar en la Iglesia, porque ningún valor tienen en la comunidad fraterna de los seguidores del Crucificado: excelentísimo, reverendísimo, ilustrísimo…!

¡Cuánto necesitamos cambiar nuestro lenguaje litúrgico: potencias, potestades, majestad, ¡todopoderoso!… para ser capaces de que nuestras palabras expresen nuestra vida con humildad, y transparenten al Dios de los pequeños y sencillos, al Dios de la misericordia…

Necesitamos convertirnos. Jesús no escogió a los perfectos, sino a personas tan normales y corrientes como los apóstoles, tan tremendamente humanos, con sus defectos y miserias, las mismas que nosotros podemos tener también. Jesús les ha dado cada día testimonio de amor y servicio, y ellos siguen preocupados por la jerarquía que desean alcanzar, siguen considerando la vida con una mirada y una mentalidad humanas. 

Necesitamos ser una Iglesia realmente sinodal, pero solo caminaremos hacia ella siendo cada vez más una Iglesia fraterna, comunidad de amor y servicio, que sea capaz de acoger y servir a los pobres, a los pequeños, a los últimos; de invitarles a sentirse en casa en torno a la mesa fraterna. 

Tenemos ante nosotros el reto de construir, con la gracia de Dios, una comunidad fraterna que trastoque las maneras de vivir que priman en nuestro mundo. 

Un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud «si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Ni siquiera llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros: «Sólo me comunico realmente conmigo mismo en la medida en que me comunico con el otro». 

Esto explica por qué nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque «la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en estas actitudes prevalece la muerte». (FT 87)

Necesitamos experimentar la gratuidad del amor que acoge a los más pequeños, a los más frágiles, y los coloca en el centro de la vida para mostrar que así acogemos a Cristo mismo. Necesitamos construir la fraternidad (eclesial y social) desde esa centralidad de los pequeños, de los pobres, de los más vulnerables. Solo de esa manera experimentaremos de verdad el amor de Dios por cada uno de nosotros y nosotras, tal cual es: gratuito, incondicionado, sin límite.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Feliz año nuevo, en pijama

No tengo fuerzas para rendirme