Homilía domingo 26 TO-B. Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado
Hoy celebramos la Jornada Mundial del Migrante y del refugiado. Nuestra parroquia, gracias a Dios vive en sintonía con esta realidad que cada año llama a nuestra puerta, al menos en dos ocasiones, cuando activamos el proyecto de acogida de migrantes junto con la Mesa de la Hospitalidad. Tendríamos que dar continuamente gracias a Dios por todas estas personas que desde su pobreza llegan hasta nosotros porque nos humanizan, nos evangelizan, haciéndonos servidores del Evangelio en el servicio samaritano que podemos prestarles con amor.
La realidad de las migraciones forzadas son un signo de los tiempos. No podemos cerrar defensivamente nuestra mirada ni nuestras puertas a esa realidad. En el mensaje para esta Jornada, el papa Francisco nos recuerda que es posible ver en los emigrantes de nuestro tiempo, como en los de todas las épocas, una imagen viva del pueblo de Dios en camino hacia la patria eterna. Sus viajes de esperanza nos recuerdan que nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Somos Iglesia peregrina, Pueblo de Dios en camino, como ellos, hacia una vida plena.
Los migrantes huyen a menudo de situaciones de opresión y abusos, de inseguridad y discriminación, de falta de proyectos de desarrollo. Encuentran muchos obstáculos en su camino: son probados por la sed y el hambre; se agotan por el trabajo y la enfermedad; se ven tentados por la desesperación. La generalidad de las razones que obligan a emigrar son la injusticia que atenta contra la vida humana digna y que la segunda lectura de hoy, del apóstol Santiago, nos recuerda que es pecado.
Pero la realidad fundamental del éxodo, de cada éxodo, es que Dios precede y acompaña el caminar de su pueblo y de todos sus hijos en cualquier tiempo y lugar. La presencia de Dios en medio del pueblo es una certeza de la historia de la salvación: «el Señor, tu Dios, te acompaña, y él no te abandonará ni te dejará desamparado»
Por eso, acoger a nuestros hermanos migrantes es acoger a Dios mismo, es encontrarnos con el Dios que camina con su pueblo, encontrarnos con el mismo Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos.
Un pueblo -por nuestro bautismo- convocados a la misión profética de anunciar la esperanza y la salvación, trabajando por el bien y la bondad. El Espíritu anima el bien en todos los rincones de la creación, dentro y fuera de la Iglesia. No se encierra en grupos e instituciones; es soberanamente libre. ¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara! dice el Libro de los Números en la 1ª lectura de hoy.
Nosotros no tenemos en exclusiva la salvación. La promesa del Reino desborda nuestra Iglesia y nos desborda a nosotros. La promesa del Reino alcanza a quienes son, con su vida, cauce de humanidad, de humanización en nuestra historia. Por eso el sectarismo o la intolerancia, o los exclusivismos excluyentes no tienen cabida en la comunidad cristiana.
Los seguidores de Jesús hemos de saber encontrarnos y trabajar por el bien de todo hombre y mujer, a favor de todo aquello que humaniza, junto a todas aquellas personas que, de diversas maneras, luchan a favor del bien del ser humano. Los seguidores de Jesús deberíamos saber agradecer a Dios cada semilla de humanidad que se siembre, la plante quien la plante. Y cuidarla, como si hubiésemos sido nosotros quienes la plantamos.
Lo importante no es si compartimos la misma fe, sino trabajamos por humanizar la existencia, si podemos encontrarnos en todo aquello que es bien del hombre, bien para toda persona, especialmente para los empobrecidos. La bondad de Dios traspasa las fronteras de la Iglesia, y nosotros hemos de ayudar a que siga traspasando las fronteras que los hombres alzamos entre países y pueblos.
En esa tarea común de la humanidad, estamos llamados a aprender a vivir juntos, a tender puentes, a derribar muros, a sembrar reconciliación. Para que florezca el Reino, el milagro de un nosotros cada vez mayor.
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