Homilía domingo 33 T.O. Jornada Mundial de los pobres

 Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres. No deberíamos pensar en esta jornada como algo que celebrar -porque siendo sinceros quizá no tenemos demasiado que celebrar-, sino como un aldabonazo a nuestra conciencia para recordarnos cuanto queda aún para que nuestra Iglesia sea realmente la Iglesia de los pobres, la Iglesia pobre de Jesucristo. Es una jornada para repensar nuestra necesidad de conversión, y para animarnos a recorrer el trecho que aún nos separa de vivir realmente una amistad fraterna con los pobres, para que puedan sentirse entre nosotros como en casa, en su casa.

La palabra de Dios nos pone, cercano ya el fin del tiempo litúrgico ante esta necesidad de conversión, porque nos hace consciente de cómo nuestro estilo de vida va en una dirección contraria al sueño de Dios. 

El tiempo de la gran angustia de que nos habla Jesús en el evangelio nos da pie para ponerle nombre a nuestra aventura humana: un mundo que ha perdido y trastocado las referencias, donde se imponen egoísmos y se falsea la vida, donde echamos cuenta a creadores y propagadores de bulos y mentiras; un mundo que utiliza a Dios en beneficio propio, generando pobreza, exclusión, enfrentamiento, deshumanización. Un mundo en que hemos vendido la verdad al mejor postor, para quedarnos a cambio las mentiras de consumo que nos adormecen y atontan. Un mundo de luchas y enfrentamientos que acaban destruyéndonos sin remedio, que destruyen la fraternidad, y destruyen la creación.

No seamos ingenuos. Ese es el hoy de nuestro mundo: Dios ha creado el mundo y nosotros lo destruimos.

Casi podríamos decir que eso, por otra parte, es buena noticia: que un mundo así, el que hemos construido de espaldas a Dios se acabe. 

Es bueno que haya cosas que terminan, que no duran toda la vida, gracias a Dios. Es bueno que pase este mundo, esta manera inhumana de concebir la economía, esta manera individualista y hedonista de vivir que deja a tantos descartados al borde de la vida. Es bueno que termine una época de la “posverdad”, de la mentira, la falsedad, el egoísmo. Es bueno que termine la política egoístamente electoralista que practican partidos y gobiernos. Es bueno que terminen los tiempos de alzar muros y vivir del enfrentamiento; los tiempos de tantas fobias, especialmente a los pobres. Es bueno que tengan fecha de caducidad los tiempos del beneficio a costa de las personas y de la indiferencia ante el clamor de los pobres. Es bueno que terminen maneras de vivir incapaces de confraternizarse con la creación y con nuestras hermanas y hermanos. No vale más lo malo conocido… ni mucho menos.

Estamos cerca de finalizar el año litúrgico para adentrarnos en un nuevo tiempo de Adviento. Las palabras de Jesús tienen un sesgo de urgencia, de ir haciendo balance, de revisión de lo vivido, y de tomar conciencia de dónde estamos situados. Son una llamada a reconocer e interpretar adecuadamente el acontecer humano en la historia y los signos de los tiempos y a hacerlo desde una clave fundamental: la esperanza que suscita fijar nuestros ojos en el crucificado.

El evangelio también nos dice que después de la gran angustia veremos venir al Hijo del hombre. Esta tierra pasará, pero la palabra, el proyecto, el sueño de Dios, permanecerá. Es un anuncio de esperanza, el que nosotros necesitamos escuchar en estos tiempos para que activemos en la esperanza ese reino de Dios.  Solo Jesús es el Señor de los tiempos definitivos. Su manifestación, la presencia del Espíritu en medio de la vida, que necesitamos percibir y descubrir para reorientar nuestro camino se hace acontecimiento. Nuestra esperanza se hace responsabilidad: aquello que esperamos estamos llamados a trabajar para hacerlo cercano, real y palpable; estamos convocados a la tarea de anunciar y construir el reino de Dios con nuestro estilo de vida cotidiano.

Es tiempo de arriesgarse confiadamente, aventurándonos en la senda de la fraternidad, pese al conflicto.

Es tiempo de renovar nuestra esperanza y seguir confiando en el proyecto de amor de Dios para toda la humanidad. Es tiempo de soñar que el Verbo (la palabra) encarnado, Jesucristo Resucitado, permanece más allá de éxitos y fracasos, suscitando con su Espíritu cada pequeño gesto que nos acerca al sueño de Dios. Es tiempo de soñar, y de hacerlo juntos. Es tiempo de atreverse a soñar, y de construir prácticas de comunión que hagan posible el surgir de una existencia humana y digna para todos y todas.

Es tiempo de conversión. “Esta conversión consiste, en primer lugar, en abrir nuestro corazón para reconocer las múltiples expresiones de la pobreza y en manifestar el Reino de Dios mediante un estilo de vida coherente con la fe que profesamos.”


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