Homilía, 3º domingo de Adviento - C

 Por tres veces resuena en las lecturas de este domingo la invitación a la alegría; alegría porque el Señor está cerca, está en medio de nosotros, porque su paz nos guarda. Porque el mismo Dios se alegra con nosotros. Alegría porque el mismo Dios pone ante nosotros un camino transitable de humanización posible.

 ¿Qué debemos hacer? Es la pregunta que los oyentes de Juan el Bautista se hacen después de escuchar su predicación. Una predicación en palabras claras y directas que pone de manifiesto el estado de corrupción y las injusticias que sufre el pueblo, y que anuncia la necesidad de conversión para preparar la venida del Mesías que inaugurará un nuevo mundo, basado en la igualdad y la fraternidad, en la justicia, y en el reinado de Dios. Juan tiene una mirada concreta sobre la realidad que le hace ver cuál es la situación, y por eso su anuncio es el de la justicia de Dios que está por llegar. Pero también reclama la conversión de quienes le escuchan.

 Nuestra conversión comienza por esa mirada que necesitamos tener, que nos permita ver con claridad lo que pasa, por qué pasa, y quién sufre las consecuencias de lo que pasa. Necesitamos esa manera de mirar porque corremos el riesgo de vivir desorientados y manipulados. Y necesitamos convertirnos, que es cambiar el modo de mirar, de sentir, de pensar y de actuar, volviéndonos a Dios, al Dios justo y, como él, obrar su justicia. Necesitamos mirar el mundo como Jesús de Nazaret: desde las periferias y junto a los que sufren.

 Obrar la justicia no es algo abstracto, sino que tiene que ver como la situación y las condiciones vitales, la mía y la del prójimo; tiene que ver con mi situación personal y social, con mi comportamiento con el prójimo. Los oyentes de Juan lo han entendido. No preguntan qué deben pensar o decir, ni siquiera lo que han de creer, sino lo que tienen que hacer. Son hombres y mujeres que se atreven a enfrentarse a su propia verdad y están dispuestos a dejarse transformar en sus vidas.

 La conversión es imposible cuando la damos por supuesta, o cuando pensamos que no la necesitamos, que ya estamos convertidos del todo. Es la tentación: pensar que ya hacemos lo suficiente, que ya basta, que ya no necesitamos modificar nada en nuestra vida, sin darnos cuenta de que cuando dejamos de caminar, cuando nos paramos, dejamos de caminar hacia el prójimo, dejamos de orientar nuestra vida hacia el Reino. ¿Estamos nosotros, como el pueblo, expectantes? ¿Deseamos otra vida y luchamos para que sea posible? ¿Necesitamos de verdad que cambien cosas en nosotros? ¿Mantenemos la esperanza de que esto es posible para Dios?

 Es difícil hoy evitar la pregunta: ¿qué debemos hacer? La respuesta de Juan nos pone a cada uno frente a nuestra propia verdad y frente a una respuesta que solo cabe en la transformación de nuestra vida. Necesitamos valor para acoger la pregunta y respondernos, y para hacer vida lo que vida nos sugiere como respuesta que surge del encuentro con la Palabra.

 La raíz de las injusticias está también en nuestro corazón, en nuestras comodidades y egoísmos, que nos cierra oídos y corazón a los gritos de los empobrecidos. El pecado estructural se enraíza en nuestras propias maneras de respondernos, en nuestro pecado personal, en nuestras justificaciones y excusas; en nuestros planteamientos teóricos que nos separan de la vida sufriente del pobre. Solo cuando nos ponemos junto a la vida sufriente, y nos dejamos interpelar por ella, podemos sentirnos fortalecidos para la conversión. Los pobres nos evangelizan.

 En estos tiempos duros para tantos descartados del sistema, la demanda de conversión de Juan cobra vigencia. La manera de vivir el Adviento y esperar al Mesías es practicar la justicia cotidiana y cercana con el prójimo. Discernir lo que tenemos que hacer es la tarea creyente de este adviento, porque los empobrecidos necesitan nuestra conversión a una vida de mayor fraternidad y justicia, de mayor solidaridad y amor, de mayor reconocimiento de su dignidad. El Adviento nos encamina al encuentro vital con el Señor en el prójimo, en el pobre. Nos encamina al desprendimiento alegre y vital de la entrega de nuestra vida por amor. Y de ese amor que ofrecemos nace la esperanza de la gente.

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