El
calor de este verano nos invita a la modorra, al dejar pasar el tiempo sin más
preocupación que el poder escapar del calor, desentendidos de otras
preocupaciones. Nos empuja a dejar de esperar.
Pero
estos días han llegado a nosotros noticias de acontecimientos tristes y duros
que se han vivido en lugares de nuestra geografía, y que los medios titulaban
como “caza del inmigrante”, que nos sacan de es modorra, y nos hacen poner
atención, una vez más, en nuestras hermanas y hermanos más pobres.
Han
llegado noticias de explotación laboral de personas empobrecidas por parte de
quienes, aparentemente, son cristianos, aunque sus actos tienen poco o nada que
ver con el evangelio. Han llegado noticias de enfrentamientos de pobres contra
pobres, de modo que hemos olvidado que quien nos deshumaniza no es el pobre que
llega hasta nosotros en busca de una vida digna, sino el rico egoísta que
acapara solo para sí, quienes viven acumulando pisos para su propio negocio,
cuando tantas personas carecen de vivienda digna.
Cómo
miremos esos acontecimientos, el juicio que tengamos sobre ellos, depende siempre
de en
qué lugar de la vida nos situemos. Según sea el
lugar de los ricos, o el lugar de los pobres, podremos entender el texto del
evangelio que hemos proclamado de una manera u
otra: como alegría y esperanza, o como agobio infinito ante un futuro que nos
asusta.
De
entrada,
diremos que esta segunda manera -la del
agobio-, no es cristiana, porque nos empujará a
poner nuestra confianza, nuestro corazón, nuestro tesoro, en las seguridades materiales que podemos
procurarnos, normalmente de manera individualista,
y haciendo caso omiso de las personas descartadas por este sistema,
que mata.
Esta
manera agobiada de vivir nos lleva a idolatrar lo inhumano, y es la expresión de
nuestra poca fe y confianza. Esa manera de vivir es la que genera en nosotros
el miedo al otro, al diferente; la que convierte al otro en un enemigo, la que
lo deshumaniza, como hemos podido ver en acontecimientos recientes estos días
en Torre Pacheco, o en Jumilla, o en otros lugares.
La
otra, es la que propone Jesús: la de la alegría y la esperanza, la manera
entrañablemente humana de vivir, que nos
descubre la vida como un tesoro, porque en ella se hace carne el encuentro
cotidiano con Cristo, al tocar la carne
sufriente de las hermanas y hermanos; la del lado pobre
de la vida, donde “el te necesito no avergüenza” y donde nace del alma el
“muchas gracias”, es un tesoro, que tenemos
que desear, que buscar, que encontrar, y que atesorar
como lo más preciado: el lado más sagradamente humano de la vida. Tan
sagrado que es el quehacer de nuestra vida:
humanizar la existencia, sagrada existencia,
para hacerla cada día más don de Dios.
Esta
manera humana de vivir es la que nos va despojando de tanto “tesoro” innecesario,
de tanta envoltura superflua, de tanto proyecto de encumbramiento
propio, para disponernos con alegría y
esperanza a vivir dándonos, por amor, para que otros
puedan vivir con dignidad. Y en esa entrega encontramos nuestro mayor
tesoro: el amor de Dios que nos humaniza y
nos diviniza.
El
auténtico sentido de nuestra vida no está en el acaparar bienes, en el tener
cosas, o
en conseguir
alcanzar logros, sino en entregarnos por amor, en despojarnos para
hacernos otro Cristo, en el compartir, en el
luchar, en el sembrarnos para suscitar esperanza y
vida digna.
Está
en situarnos en ese lado humano de la vida en que el Señor puede
encontrarnos cada día cuando viene, cuando se nos acerca en las hermanas y hermanos, cuando se hace
necesitado de nuestro amor.
La
Palabra de Dios hoy nos muestra las actitudes de la comunidad que espera
vigilante el retorno del Señor: esa espera, esa vigilancia es la actitud
discipular de la comunidad cristiana, y
de quienes la integramos. Activamente vigilantes, aquí y ahora, en este
momento de nuestra historia para descubrir,
desvelar, y señalar los signos de la cercanía del Señor. Para acoger al Señor
en cualquier momento de la historia en que nos sale al encuentro. Quién vive
esta actitud de espera y esperanza vive inequívocamente el servicio, el cuidado
de los demás, y en ese cuidado descubre donde merece la pena poner el corazón y
la vida.
¿Dónde
están realmente puestos mi tesoro y mi corazón? Pidamos al Señor la fuerza de
su Espíritu para que las cosas no nos aparten de las personas.
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