Homilía 19 domingo T.O. C

El calor de este verano nos invita a la modorra, al dejar pasar el tiempo sin más preocupación que el poder escapar del calor, desentendidos de otras preocupaciones. Nos empuja a dejar de esperar.

 Pero estos días han llegado a nosotros noticias de acontecimientos tristes y duros que se han vivido en lugares de nuestra geografía, y que los medios titulaban como “caza del inmigrante”, que nos sacan de es modorra, y nos hacen poner atención, una vez más, en nuestras hermanas y hermanos más pobres.

 Han llegado noticias de explotación laboral de personas empobrecidas por parte de quienes, aparentemente, son cristianos, aunque sus actos tienen poco o nada que ver con el evangelio. Han llegado noticias de enfrentamientos de pobres contra pobres, de modo que hemos olvidado que quien nos deshumaniza no es el pobre que llega hasta nosotros en busca de una vida digna, sino el rico egoísta que acapara solo para sí, quienes viven acumulando pisos para su propio negocio, cuando tantas personas carecen de vivienda digna.

 Cómo miremos esos acontecimientos, el juicio que tengamos sobre ellos, depende siempre de en qué lugar de la vida nos situemos. Según sea el lugar de los ricos, o el lugar de los pobres, podremos entender el texto del evangelio que hemos proclamado de una manera u otra: como alegría y esperanza, o como agobio infinito ante un futuro que nos asusta.

 De entrada, diremos que esta segunda manera -la del agobio-, no es cristiana, porque nos empujará a poner nuestra confianza, nuestro corazón, nuestro tesoro, en las seguridades materiales que podemos procurarnos, normalmente de manera individualista, y haciendo caso omiso de las personas descartadas por este sistema, que mata.

 Esta manera agobiada de vivir nos lleva a idolatrar lo inhumano, y es la expresión de nuestra poca fe y confianza. Esa manera de vivir es la que genera en nosotros el miedo al otro, al diferente; la que convierte al otro en un enemigo, la que lo deshumaniza, como hemos podido ver en acontecimientos recientes estos días en Torre Pacheco, o en Jumilla, o en otros lugares.

 La otra, es la que propone Jesús: la de la alegría y la esperanza, la manera entrañablemente humana de vivir, que nos descubre la vida como un tesoro, porque en ella se hace carne el encuentro cotidiano con Cristo, al tocar la carne sufriente de las hermanas y hermanos; la del lado pobre de la vida, donde “el te necesito no avergüenza” y donde nace del alma el “muchas gracias”, es un tesoro, que tenemos que desear, que buscar, que encontrar, y que atesorar como lo más preciado: el lado más sagradamente humano de la vida. Tan sagrado que es el quehacer de nuestra vida: humanizar la existencia, sagrada existencia, para hacerla cada día más don de Dios.

 Esta manera humana de vivir es la que nos va despojando de tanto “tesoro” innecesario, de tanta envoltura superflua, de tanto proyecto de encumbramiento propio, para disponernos con alegría y esperanza a vivir dándonos, por amor, para que otros puedan vivir con dignidad. Y en esa entrega encontramos nuestro mayor tesoro: el amor de Dios que nos humaniza y nos diviniza.

 El auténtico sentido de nuestra vida no está en el acaparar bienes, en el tener cosas, o en conseguir alcanzar logros, sino en entregarnos por amor, en despojarnos para hacernos otro Cristo, en el compartir, en el luchar, en el sembrarnos para suscitar esperanza y vida digna.

 Está en situarnos en ese lado humano de la vida en que el Señor puede encontrarnos cada día cuando viene, cuando se nos acerca en las hermanas y hermanos, cuando se hace necesitado de nuestro amor.

 La Palabra de Dios hoy nos muestra las actitudes de la comunidad que espera vigilante el retorno del Señor: esa espera, esa vigilancia es la actitud discipular de la comunidad cristiana, y de quienes la integramos. Activamente vigilantes, aquí y ahora, en este momento de nuestra historia para descubrir, desvelar, y señalar los signos de la cercanía del Señor. Para acoger al Señor en cualquier momento de la historia en que nos sale al encuentro. Quién vive esta actitud de espera y esperanza vive inequívocamente el servicio, el cuidado de los demás, y en ese cuidado descubre donde merece la pena poner el corazón y la vida.

 ¿Dónde están realmente puestos mi tesoro y mi corazón? Pidamos al Señor la fuerza de su Espíritu para que las cosas no nos aparten de las personas.

 


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