Homilía 21 TO_C
El evangelista sitúa a Jesús de camino hacia Jerusalén, pero no va como un peregrino más a realizar cumplimientos rituales; nos recuerda el evangelista que va atravesando ciudades y aldeas y lo hace enseñando. Él va a Jerusalén a consumar la salvación y, mientras tanto, va instruyendo a sus discípulos y anunciando la presencia del Reino de Dios.
Para Lucas, Jesús es el Salvador y por eso, no es extraño que uno de entre la gente le pregunte: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?», Esta es la preocupación del hombre, la salvación que los fariseos piensan y enseñan, que viene por los méritos del hombre, por el cumplimiento estricto de la ley. Y que nosotros muchas veces pensamos que es algo que tenemos que “comprar”; algo por lo que tenemos que pagarle a Dios con buenas obras, con limosnas, con misas y rezos…
Sin embargo, la salvación no viene por las obras de la ley, no viene por los pobres méritos del hombre, sino que la salvación la trae, gratuitamente, el Señor, que nos hace ciudadanos del Reino de Dios.
Para alcanzar esta salvación, el Evangelio de Jesús se presenta como una oferta exigente para todos y vemos cómo san Pablo afirma que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, pero también el Señor nos dice que muchos son los llamados y menos los escogidos. Por eso, podemos afirmar que Dios quiere realmente la salvación de todos y todos son invitados a participar de la salvación, pero no todos responden.
Esta salvación realizada en Cristo y ofrecida a toda la humanidad puede ser rechazada por la respuesta libre del hombre que, ante la dificultad del seguimiento de Cristo, no se implica en la acogida de la salvación.
La puerta estrecha sigue expresando la radicalidad del seguimiento, que ha de entenderse como una dinámica permanente de nuestra vida.
Una dinámica vital que nos va haciendo entrar en un talante nuevo, una nueva manera de mirar, de sentir, de pensar, de vivir. La radicalidad evangélica no tiene que ver con un perfeccionismo moralista. No se trata de cumplimientos, o de ritos, sino de la vida misma, de la vida entera.
No se trata de un rigorismo estrecho y agobiante que, en definitiva, es estéril y superficial, sino de la radicalidad de la conversión y de la radicalidad de la vida nueva que estamos llamadas a vivir.
Es esforzarnos en dejar atrás lo que nos deja atascados en la “estrechez de la puerta”. Liberarnos de tanto superfluo como hay en nuestra vida que enmascara nuestras excusas, y cuyo peso nos inmoviliza. Es trastocar nuestros criterios para posibilitar un nuevo modo de ser y de estar en la vida; para ubicarnos en un lugar vital nuevo: el de los últimos, pues solo ahí podemos ver y entender con claridad la Buena Noticia que Jesús nos trae.
No nos basta con haber sido bautizados de pequeños. Se nos pide vivir la conciencia de nuestro bautismo cada día, haciendo de nuestra vida una vida fiel a nuestro bautismo. Se trata de ser bautizados conscientes, y vivir en consecuencia.
La radicalidad del seguimiento no va de vivir eventos especiales, ni de a cuantas manifestaciones acudimos, de cuantos compromisos realizamos, o de cuantas horas le dedicamos al compromiso, o de cuantas misas contabilizamos en nuestro haber, sino de la cotidiana sencillez de nuestra vida en la más humana y profunda entrega por amor en lo concreto de cada día.
Va de echar nuestra suerte junto a las personas empobrecidas. Va de hacernos otros cristos para nuestras hermanas y hermanos. Porque ni estar bautizados, ni formar parte de la Iglesia, ni nuestras actividades son un salvoconducto para la vida plena.
Esta radicalidad solo podemos vivirla en pobreza, en humildad y sacrificio. Solo en la pobreza que pasa por la humildad de acoger la gratuidad de la salvación de Dios y que hace de nuestra vida una ofrenda por amor. Nuestras “buenas obras” no son el pasaporte a la vida eterna, sino la consecuencia ineludible de experimentar gozosamente la presencia amorosa de Dios en nuestra vida.
Los que tenemos el privilegio de conocer el Evangelio, y a Jesús, tenemos el compromiso y la responsabilidad de anunciarlo con nuestra palabra y nuestra vida a todos los hombres.
El Reino no es un pago al que tenemos derecho, ni un privilegio que nos corresponde porque tenemos “los papeles” que lo acreditan, sino un don; un don gratuito de Dios, que pedir en la oración y por el que trabajar, junto a nuestras hermanas y hermanos cada día.
¿Cómo ir creciendo en la radicalidad evangélica de mi vida? ¿De qué he de desprenderme? ¿Cómo crecer en vivir en medio de los últimos? ¿Cómo he de ir haciéndome último?
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