Homilía 23 TO_C
Las circunstancias en que hemos de vivir nuestro seguimiento no son fáciles, habitualmente. Nunca lo fueron para ninguno de los seguidores de Jesús. En todo momento nos acecha la tentación y el conflicto. La tentación de anteponer nuestros criterios, nuestras visiones, nuestras interpretaciones del mundo a las del Evangelio, porque ¡qué sabrá el Señor de lo que nos toca vivir a nosotros! O, porque, en el fondo buscamos huir del conflicto, huir de la Cruz. O, porque seguimos poniendo nuestras confianzas en nuestras propias fuerzas y criterios.
Seguir
a Jesús supone reubicar todas nuestras relaciones humanas, incluso las que
tenemos con nuestros familiares más cercanos. El seguimiento de Jesús es
siempre afectivo y nos lleva a resituar los lazos de afecto con los demás,
conduciéndonos a un amor maduro, que no crea dependencias, con una sensibilidad
especial hacia los necesitados. Jesús trastoca nuestros cariños humanos y los
sitúa en perspectivas más amplias, porque en el Padre todos somos hijos y
hermanos, aunque esta realidad, a veces, añade más costes a los que ya tiene la
propia existencia.
El
seguimiento de Jesús implica renuncias, pero también adquisiciones: hemos de
adquirir su misma manera de pensar, de sentir, de actuar, de vivir. Y eso pasa
por tomar la Cruz -que es la disposición a entregar nuestra vida para que otros
puedan vivir con todas sus consecuencias- y estar dispuestos a poner, de ese
modo, toda nuestra confianza en el amor entrañable y permanente de Dios.
El
seguimiento, tomar la Cruz, no es una decisión racional en la que podamos pesar
pros y contras. Es la respuesta vital a la llamada del Señor, la que nos hace
personalmente a cada uno y cada una, y experimentar que, en esa respuesta, en
vivir al modo de Jesús, encontramos la felicidad, la alegría, la esperanza y la
paz, renunciando a otros criterios y estilos de vida, y estando dispuestos a
integrar y sanar el conflicto.
Jesús
nos propone una opción radical por tres veces en este evangelio:
- Si alguno viene a mí y no pospone a
su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
- Quien no carga con su cruz y viene
en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
- Todo aquel de entre vosotros que no
renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.
Aceptar
esa propuesta supone anteponer los valores del Reino por encima de todo; dicho
de otra manera, vivirlo todo, sin excepción, desde los valores del Reino. Hacer
de Jesucristo nuestro único absoluto es condición básica del discipulado.
Cargar
con la cruz, segunda exigencia, es consecuencia de lo anterior. No se trata de
buscar mortificaciones, ni aceptar sin más las contrariedades, o privarse de
satisfacciones. Se trata de llevar la cruz de la manera que significó para
Jesús llevarla: dispuestos a afrontar el conflicto, el rechazo, el fracaso, sin
buscar seguridades, cargando con la suerte de las personas empobrecidas,
prosiguiendo su misma causa.
Supone,
en fin, la renuncia a lo que impide la plena disponibilidad para el seguimiento
y el reino, a cualquier obstáculo para vivir desde la gratuidad, el don, y el
servicio con la propia vida.
No
caben las medias tintas. No cabe que haya aspectos de mi vida que no entren en
juego en ese seguimiento, si queremos vivir en plenitud nuestra fe.
Optar
por el Reino es asumir riesgos. Por eso ser discípulos no puede responder a un
impulso fácil, o a un entusiasmo irreflexivo; no es una decisión que se pueda
tomar a la ligera. Por eso Jesús presenta a los discípulos los “costes” de ese
seguimiento.
El
camino del discipulado es un camino de despojamiento de tantas excusas y trabas
como ponemos para vivir con radicalidad, de tantas seguridades en las que nos
amparamos por si acaso… El camino del discipulado es un camino de crecimiento
en pobreza, en humildad, en sacrificio, para que sea, cada día más, Cristo
quien viva en mí. Para que cada día más nuestro vivir sea Cristo.
Todo
lo demás, son trampantojos y engaños en los que seguimos dando vueltas sin
llegar a construir ese proyecto de vida que Dios nos ofrece y propone.
En
el comienzo del curso es el momento de retomar cada cual nuestro proyecto de
vida para hacernos conscientes de lo que aún tenemos que abandonar, de a qué hemos
de renunciar, de aquello en que tenemos que crecer como discípulos, para cargar
la Cruz, para seguir al Resucitado. Para eso pedimos a Dios su Gracia, que ella
nos basta.
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