Homilía Virgen del Pilar.

Coincide este domingo con la fiesta de la Virgen del Pilar, que podemos celebrar por motivos pastorales. Un día en que celebramos también la fiesta nacional de España.

Y la palabra de Dios que hemos proclamado nos invita a ponernos en la propia piel de María, sin endiosarla, sino acogiendo su humanidad y su humildad en la que todos podemos sentirnos reconocidos y por ello podemos encontrar en ella la ayuda necesaria para seguir a Jesús, como hizo ella. María nos enseña hoy humildad, escucha, y acogida de la Palabra, y nos ofrece los elementos sobre los que poder asentar, como ella, nuestra fe y nuestra vida.

María nos enseña humildad. Quien es humilde y sencillo tendrá la clarividencia de la mujer que interrumpe a Jesús con una felicitación para su madre. Esa mujer nos invita a identificarnos con ella y con María en la sencillez, en la humildad. María no reclama para sí el reconocimiento del privilegio de su maternidad. No contradice a Jesús, en la respuesta que da a la mujer. Se sabe discípula, ha acogido la voluntad de Dios, su Palabra, para que se haga, para que se realice en ella. Ha dejado que sea el proyecto de Dios, y no el suyo, el que marque y oriente su existencia. María nos enseña qué significa ser obediente a la Palabra.

Y esto es posible porque María escucha. María es para nosotros un modelo de creyente, un modelo de escucha, de acogida, de hacer propia la voluntad de Dios. Hemos de aprender a escuchar esa Palabra que Dios nos dirige hasta hacerla nuestra. Hemos de poner oídos y corazón a la voz de Dios en nuestra vida. No se trata solo de oír, sino de escuchar.

La respuesta de Jesús hace reflexionar acerca de cómo los favores de Dios -el ser madre de Jesús- pueden no bastar si no se escucha la Palabra y se pone en práctica. Eso es lo que Jesús alaba de María, que ha sido oyente de la Palabra, que ha sido obediente a esa Palabra, que se ha dejado habitar por ella, y posibilitado al ponerla en práctica en su acogida, dar a luz la vida y la presencia del Dios encarnado.

Para nosotros, no basta con cumplir determinados ritos o con pertenecer a la comunidad cristiana, sino que, como María, hemos de ser oyentes de la Palabra, capaces de acogerla, de meditarla, de guardarla en nuestro corazón para que haga nacer en nosotros la vida de discípulos, de seguidores de Jesús, que acogemos la misión que nos encomienda de anunciar el reino de Dios.

Como María, somos invitados a dejar que la Palabra acampe en nuestra existencia, para germinar en la vida fraterna y solidaria de la familia de Jesús; la familia donde todos encuentran sitio, donde todos caben, donde nadie es excluido, donde cada cual aporta los dones recibidos para que crezca la comunidad, donde el amor hace posible la Vida.

María recibe también el Espíritu, junto con la comunidad orante, como narran los Hechos de los Apóstoles. Ella sigue orando con nosotros, sigue ayudándonos a acoger ese mismo Espíritu, sigue acompañando nuestro camino y sosteniendo nuestra esperanza. Ella es nuestro pilar, y es también nuestro modelo de pertenencia eclesial. Con María aprendemos que la fe, siendo personal, no puede ser algo individualista. La fe necesita el ambiente comunitario en que crecer, en que poder experimentarnos la familia de Jesús. Estos son mi madre y mis hermanos. Quienes escuchan y cumplen la Palabra. Quienes se dejan moldear como discípulos por la Palabra de Vida que se proclama para hacer posible toda la novedad de nuestra existencia.

María nos enseña a ser creyentes, y a serlo como comunidad, como Iglesia, a creer con la Iglesia en el seguimiento de Jesús. Nos enseña a conformar nuestra vida con la propuesta del Evangelio, dejándonos moldear con docilidad por el Espíritu que nos habita. Mirar a María es encontrarnos con que ella, siempre, nos señalará a Jesús, y nos invitará también: Haced lo que él os diga.


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