Homilía Todos los Santos

Hoy es día para hacer memoria y agradecer. Nuestra vida sería muy distinta –tenemos que admitirlo- si no hubiera sido acompañada por esa multitud de testigos, de santos “de la puerta de al lado” que Dios puso en nuestra vida. Recordamos a cada uno por su nombre, a cada una por su sencilla aportación de fe, de esperanza y amor en nuestra vida. A cada uno por lo que, con la sencillez de lo cotidiano, ha añadido a nuestra historia entretejida de encuentros y abrazos en las periferias, donde la gratuidad abunda y se desparrama.

Por cada nombre, por cada vida, por cada encuentro, por cada compromiso compartido, por cada brizna de evangelio que me han enseñado, le doy gracias a Dios. Y a ellas y a ellos les pido que sigan acompañando mi propio camino de santidad.

“Santo, santo, santo es el Señor, Dios del Universo” cantamos en cada misa. Es la alabanza de toda la familia de los creyentes, de quienes caminamos aún en la tierra y de quienes ya disfrutan de la gloria de Dios. El Apocalipsis dice que es el canto de una muchedumbre inmensa (Ap 7,9) de toda raza, nación, pueblo y lengua. Con este canto nos unimos a nuestros seres queridos que gozan ya de la felicidad de Dios, y a todos los santos y santas anónimos que, entre nosotros, viven cada día las bienaventuranzas de Jesús, haciendo felices a los demás.

Santidad es vivir con amor y ofrecer un testimonio cristiano en las situaciones cotidianas. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él.

El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la caridad -el amor- plenamente vivida». Por lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya». El proyecto de Dios es revelarnos el amor desbordante que nos tiene y cómo hemos de amarnos los seres humanos, unos a otros. De eso nos ha hablado la segunda lectura: mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, porque lo somos.

Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación.

Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas. Son como el carné de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

Por tanto, el camino de santidad se recorre desde la pobreza que nos conduce a la confianza en Dios, en su amor y su proyecto, que nos hace capaces de mirar el mundo con la misma mirada de Dios, para descubrir el camino del consuelo, del perdón, de la lucha por la paz y la fraternidad.

Se recorre desde el hambre y sed de justicia, desde la indignación que provoca el mal y la desigualdad que rompen el sueño fraterno de Dios y la vida posible y feliz para todos. Se recorre desde el compromiso personal y comunitario por construir en esta tierra el reino de Dios. Por el camino que nos pone misericordiosamente al lado de todos los que sufren.

Se recorre por el camino de la misericordia, de la mansedumbre, de la no violencia, del perdón y el encuentro que permite reconocer en cada persona a un hermano, hijos todos del mismo Padre.

Y se recorre siempre por el camino de la persecución. No seamos ingenuos. La propuesta de santidad y felicidad que Jesús nos hace comporta persecución; es una propuesta a contracorriente de los valores del mundo, que en la medida en que somos capaces de vivirla, supone denunciar los valores inhumanos sobre los que está construida esta sociedad. Eso nos pide fidelidad al evangelio, fidelidad al amor de Dios. Una fidelidad que asegura nuestro camino de santidad y de felicidad. El mismo que han recorrido nuestros santos, y que ahora siguen ayudándonos a nosotros a recorrerlo. Por ellos hoy le damos gracias a Dios.

Somos bienaventurados.

 

 

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