Homilía domingo 2 de Adviento
Vivir
con intensidad un acontecimiento que se espera requiere prepararlo con
dedicación, atendiendo a los detalles más insignificantes, sobre todo en
nuestro interior, en la actitud necesaria para acogerlo, vivirlo, disfrutarlo y
hacerlo nuestro. Preparar la llegada del Señor, posibilitar su llegada,
requiere de nosotros la actitud que el profeta Isaías nos pide en nombre de
Dios: preparar el camino, allanar los senderos, convertirnos de nuevo al Señor,
pero aún más requiere de nosotros la disposición a soñar con esperanza el
mañana nuevo que el Niño que nacerá nos trae haciendo posible en nosotros la
acogida de su amor.
Eso
nos ofrece la primera lectura de hoy en la profecía de Isaías (11, 1-10): un
futuro de vida y vida plena, un futuro de armonía con la creación, un futuro de
humanidad que hemos de atrevernos a soñar, a soñar juntos, haciendo del sueño
nuestra tarea. Nos ofrece la paz, la mansedumbre, el cuidado que posibilita un
futuro reconciliado; un encuentro de lo aparentemente irreconciliable. Un
futuro donde no tiene cabida el daño al otro ni a la creación y donde la
humanidad reconciliada es fruto de la sabiduría del Señor que nos habita.
La
primera invitación de la Palabra, hoy, es una invitación a soñar con un mañana
nuevo. Es un anuncio de esperanza que necesitan hoy escuchar, sobre todo, las
víctimas de este sistema. Un sueño que, como Iglesia, hemos de alentar, de
vivir, y de ofrecer.
Esperamos
ese rebrotar de nuestra humanidad que haga nuevas todas las cosas en Cristo,
desde la ternura del Dios empequeñecido en el amor que nos nace. Pero es
necesaria nuestra conversión. Acoger la esperanza exige ir construyendo y
haciendo visibles alternativas creíbles de vida plena. Exige ir dando el fruto
que exige la conversión; exige seguir abriendo camino al Dios de la Paciencia y
del Consuelo.
Exige
disponernos para que Dios habite en nosotros y haga morada con nosotros. Esto implica un cambio de mentalidad. Sin
conversión no podemos acoger a Cristo. El bautismo es signo de ese cambio que
empieza a producirse en nosotros.
Ante
la llegada del Señor no cabe sino aceptación o rechazo. No existe un término
medio, no caben componendas con la injusticia. Dar testimonio del Reino es
preparar la venida del Señor. Nuestra acogida al prójimo es condición y
expresión de la acogida que Cristo nos da. La práctica misericordiosa de la
justicia expresa esta actitud que hemos de vivir.
Escuchamos
de nuevo la voz del profeta: “preparad el camino al Señor”. Quitad los
obstáculos que impiden la llegada de Dios a vuestras vidas. No bloqueéis su
presencia. Abríos a la presencia amorosa de Dios en vuestra vida. Y anunciad
así, ese amor cercano, compasivo y misericordioso que se ofrece a todas las
personas.
De
algún modo todos los bautizados tenemos algo de Juan Bautista. Estamos llamados
como él a anunciar esa cercana presencia del Señor que requiere como condición
la humanización de nuestra existencia y la práctica de la misericordia y la
justicia como expresión del amor que puede construir la fraternidad que el
profeta Isaías propone, y a la que Jesucristo convoca con su vida.
Para
eso tendremos que escuchar tantas voces que claman en el desierto, voces cuyos
gritos estridentes y dolorosos resuenan en nuestro mundo: el clamor de los
empobrecidos, de los migrantes, de personas largamente desempleadas, de las
personas descartadas, invisibilizadas por este sistema. Escuchar el grito de
tantas personas cuya humanidad sigue siendo negada. Habremos de escuchar el
grito de la creación, y en él sentir la convocación de Dios a caminar, a abrir
camino al Reino.
Acogernos
mutuamente, como nos invita san Pablo, en la 2ª lectura, es el fruto que pide
la conversión. Hay una llamada al encuentro y la comunión que puede convertirse
hoy en un signo de esperanza que nuestra comunidad necesita soñar para poder
ofrecerlo a este mundo nuestro tan necesitado de esperanza. Nuestro camino de
adviento pasa por la comunión, por la humanidad reconciliada.
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