Homilía Inmaculada Concepción

 En nuestro camino de esperanza que es este adviento, aparece la figura de María, la “Virgen del Adviento” que es signo y modelo de esperanza y de consuelo para la Iglesia que camina también en esperanza. María es un ser humano como nosotros, que ha dado cauce en su vida a Dios, un ser humano capaz de reconocer el paso y la acción de Dios en la historia y que por eso recibe la promesa de que acogerá el Espíritu que la convertirá en madre del hijo de Dios. La fe y la confianza de María abren el camino a la vocación y el destino de Jesús.

Dios quiere mostrarnos desde el comienzo que la humanidad nueva se abre camino por medio de la mujer, capaz de acoger con docilidad la voluntad amorosa de Dios y construir desde ahí la vida. Una mujer capaz de confianza, de esperanza, de coraje, de ternura, que puede hacerse portadora de Dios para todos, porque es capaz de descubrir y cantar su presencia en medio de la vida. En María descubrimos que también nosotros podemos renunciar al YO que nos impide acoger a Dios. Podemos, como ella, abrirnos al proyecto de amor y de vida del Padre, y hacernos cauce de su amor salvador para todos y todas. Podemos encarnar en nuestra vida su misma Palabra de vida.

La disposición de María nos marca el camino de nuestro seguimiento: escucha y acogida del proyecto de Dios para que se haga vida en ella, para que se cumpla la Palabra alumbrando una vida nueva según el amor de Dios. María nos muestra que es posible dejarse “vencer” por el amor de Dios, y que hacerlo así, da el verdadero sentido a nuestra existencia.

Como María hemos de saber reconocer el paso de Dios por nuestra vida, por la historia de la humanidad, y por la vida de la Iglesia; hemos de saber apreciar lo que en la pequeñez de los sencillos hace Dios, y agradecer con nuestra vida obediente a su voluntad las posibilidades de vida plena que abre para todos.

María es anuncio de nuestra salvación. Porque ser obediente y acogedora de la voluntad de Dios no significa ser una mujer pasiva, remisa, o alienada. Al contrario, María no dudará en proclamar que Dios hace justicia a los humildes y oprimidos, y que derriba del trono a los poderosos. María hace de su obediencia un gesto revolucionario porque posibilita que Dios se haga carne en su existencia y nada sigue siendo tan revolucionario como el proyecto de amor de Dios para la humanidad.

Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.

Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. (EG 288)

 

Con el papa Francisco podemos orar:

“María, mujer de la escucha, haz que se abran nuestros oídos; que sepamos escuchar la palabra de tu hijo Jesús entre las miles de palabras de este mundo; haz que sepamos escuchar la realidad en la que vivimos, a cada persona que encontramos, especialmente a quien es pobre –necesitado, tiene dificultades-.

María, mujer de la decisión, ilumina nuestra mente y nuestro corazón, para que sepamos obedecer a la Palabra de tu Hijo Jesús sin vacilaciones; danos la valentía de la decisión, de no dejarnos arrastrar para que otros orienten nuestra vida.

María, mujer de la acción, haz que nuestras manos y nuestros pies se muevan deprisa hacia los demás, para llevar la caridad y el amor de tu Hijo Jesús; para llevar como tú la luz del Evangelio al mundo.”

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