A los católicos comprometidos
Este es el texto del Discurso de Benedicto XVI en el encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, en su reciente viaje a Alemania. Merece la pena su lectura.
VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA 22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2011
ENCUENTRO CON LOS CATÓLICOS COMPROMETIDOS EN LA IGLESIA Y LA SOCIEDAD
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia Domingo 25 de septiembre de 2011
Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre.
Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe
cristiana es siempre un escándalo, y no sólo en nuestro tiempo. Creer que el
Dios eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el
Inasequible se ha convertido en un determinado momento y lugar en accesible;
que el Inmortal ha sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya
prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer
todo esto es sin duda una auténtica osadía.
VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA 22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2011
ENCUENTRO CON LOS CATÓLICOS COMPROMETIDOS EN LA IGLESIA Y LA SOCIEDAD
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia Domingo 25 de septiembre de 2011
Ilustre Señor Presidente Federal, Señor Presidente del Consejo de Ministros, Señor Alcalde
Ilustres señoras y señoresQueridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están
comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece
una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y
testimonio como “valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos”
(Lumen gentium, 35), como el Concilio Vaticano II define a quienes, basándose
en la fe, se preocupan como ustedes del presente y del futuro. En sus ambientes
de trabajo defienden con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia, algo que
verdaderamente –como sabemos– no es siempre fácil en el tiempo actual.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la
práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable
parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta:
¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo
presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se
encuentran en búsqueda o en duda?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería,
según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue:
Usted y yo.
Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un
lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo
los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos
nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que
efectivamente hay motivos para un
cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los
creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se
trata tal vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un
propietario mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se
trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y
expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia, y
aquí no podemos afrontarlos todos. Pero por lo que se refiere al motivo
fundamental del cambio, éste consiste en la misión apostólica de los discípulos
y de la Iglesia misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su
fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos
aspectos del envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia
personal: “Vosotros sois testigos” (Lc 24, 48); se expresa en relaciones:
“Haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19); trasmite un mensaje
universal: “Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). Sin embargo,
a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este
testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y
relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI,
“trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella
se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se
aproxima” (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, deberá
continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá, por
decirlo así, desligarse del mundo.
En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio
del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. Y el amor no está
presente en Dios sólo de un modo cualquiera: Él mismo lo es, es por su
naturaleza amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse aislado en sí mismo, sino
que por su naturaleza quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio
del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad – esto es, a nosotros –
de modo particular; y esto por el hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, ha
salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha
hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser para él
como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para transformarlo. Del
evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye –como dicen
los Padres de la Iglesia– un sacrum commercium, un intercambio entre Dios y los
hombres. Los Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada
que podríamos dar a Dios; sólo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo
acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria. Se trata
de un intercambio verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la vida y la
pasión de Cristo. Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado, asume lo que es
nuestro y nos da lo que es suyo. Pero después, en el desarrollo del pensamiento
y de la vida a la luz de la fe, se ha ido aclarando que nosotros no le damos
sólo el pecado, sino que Él nos ha dado la capacidad; desde lo íntimo nos da la
fuerza de darle también algo positivo, nuestro amor, de entregarle la humanidad
en sentido positivo. Naturalmente, está claro que únicamente gracias a la
generosidad de Dios el hombre, el mendicante que recibe la riqueza divina,
puede no obstante dar también algo a Dios; Dios hace que el don nos sea
soportable haciéndonos capaces de convertirnos en quienes pueden darle algo.
La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee
nada por sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir:
¡La hemos hecho muy bien! Su sentido consiste en ser instrumento de la
redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo
en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención
condescendiente del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente Ella
misma, está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de
la misión que ha recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y otra vez a las
preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma parte, dedicarse sin
reservas a estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio
sagrado que comenzó con la Encarnación.
En el desarrollo
histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia
contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda
en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no
es raro que dé mayor importancia a la organización y a la institucionalización,
que no a su llamada de estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el
prójimo.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe
hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y
volver a estar de nuevo abierta a Dios. Con esto sigue las palabras de Jesús:
“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), y es precisamente
así como Él se entrega al mundo. En cierto sentido, la historia viene en ayuda
de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han
contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en
expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas
similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de
formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a
abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino de la
tribu de Leví que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única
tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como parte de la
herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y
sus signos. La Iglesia compartía en aquellos momentos históricos con esta tribu
la exigencia de una pobreza que se abría hacia el mundo, para separarse de sus
lazos materiales, y de este modo también su obra misionera volvía a ser
creíble.
Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero
de la Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y
privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de
manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar
abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al
ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea
misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la
estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al
mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus
propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos
y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín:
Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está
infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera
interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia,
queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar
esa misma apertura de modo eficaz y adecuado. No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere
anular el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos
escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa cuando
estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo
así inaccesible; esto es, cuando esconden la verdadera exigencia cristiana
detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de
buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de
lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no quiere decir
retirarse del mundo, es más bien lo contrario. Una Iglesia aligerada de los
elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren
como a quienes los ayudan–, precisamente también en el ámbito social y
caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la
caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se
podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación
irrenunciable de su propia esencia” (Carta encíclica Deus caritas est, 25).
Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar una
atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para
evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen.
Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre,
del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con
Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por
tanto para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con
palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea,
además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto,
incluye la relación con la vida eterna.
Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran
amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque
exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros
la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno
en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de
Dios y su misericordia. Gracias por su atención.
© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana
Este es un tema del que todos alguna vez hemos hablado. ¿Quién no escuchó eso de "Si el Vaticano repartiera toda la riqueza que tiene..." o "Cada vez hay menos curas" o "Decirle yo mis cosas a un cura, yo se las digo a Dios" o " De verdad te crees que hablas con un ser invisible que te cuida y escucha todo lo que decimos todos durante todo el dia" o "Por qué deja Dios que pasen esas cosas"? Las cosas han ido cambiando pero creo que la Iglesia no ha evolucionado de la misma manera. Yo cada vez conozco a más gente atea, que se siente más libre sin hacer nada malo pero sin la vigilancia constante de Dios (o eso me dicen). A Dios no nos lo encontramos en Iglesias ricas y cargadas de joyas y abalorios, nos lo encontramos en la persona que tienes al lado y que necesita nuestra ayuda, en nosotros mismos.Pero hasta que no lo descubramos...
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