Orar en el mundo obrero. 22º domingo T.O.

 El papa Francisco, en una homilía reciente, dice que “tocados por el Señor, también nosotros somos liberados. Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia creíble. Como Pedro, estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa; a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía. Como Pablo, estamos llamados a ser libres de las hipocresías de la exterioridad, a ser libres de la tentación de imponernos con la fuerza del mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a Dios, libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles, libres de vínculos ambiguos con el poder y del miedo a ser incomprendidos y atacados.”

 Tenemos pues nuestras propias hipocresías y esclavitudes, grandes o pequeñas, que reducen a un estéril movimiento de labios nuestra confesión de fe. Demasiadas veces tenemos nuestro corazón y nuestra mente llenos de otros criterios humanos que acaban por configurar prácticas distintas de las evangélicas, aunque las justifiquemos. Nos queda mucho por caminar. Nos queda mucho por convertir y liberar.

 Jesús desacredita una religión que impide la fraternidad que se iguala en la experiencia de que todos tenemos a Dios por Padre y podemos llegar a él. Desacredita un sistema que, porque cierra el paso hasta Dios, reservado solo a los “puros”, es un sistema que impide la vida, que mata.

 Nosotros nos instalamos en esa hipocresía y en ese fariseísmo cuando nos volvemos “activistas”, cuando caemos en la piedad externa -ritos y tradiciones- de un compromiso a favor de los otros que en nada transforma ni convierte al amor nuestra propia existencia. Cuando no dejamos que la comunidad nos interpele, cuando reducimos nuestra revisión de vida a un mero ejercicio pedagógico. Cuando hay parcelas de nuestra existencia que nos negamos a poner en comunión. Nos podemos instalar en la hipocresía de llevar una doble vida: hacer cosas buenas por los más vulnerables, desde la distancia de una vida intocable. Nos instalamos en esa hipocresía, cuando realizamos las más laudables acciones desde criterios humanos, pero somos incapaces de habitar en la debilidad de la comunión vital con nuestros hermanos y hermanas empobrecidos. Hipocresía, cuando acabamos pretendiendo justificar en Dios todo eso.

 Sin la coherencia de Jesús en nuestra vida no podemos pretender transformar el mundo. Sin nuestra propia conversión, no podemos pretender la transformación que permita experimentar la amistad social y la fraternidad humana

 Reconozco con humildad y acojo con misericordia -como me acoge el Padre- mis incoherencias e hipocresías. Y me planteo en mi proyecto de vida en qué debo avanzar para crecer en la coherencia que nace de vivir en Cristo. Lo hago desde la oración en el mundo obrero

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