El papa Francisco,
en una homilía reciente, dice que “tocados
por el Señor, también nosotros somos liberados. Siempre necesitamos ser
liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia creíble. Como Pedro,
estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a
veces infructuosa; a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace
temerosos, encerrándonos en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de
la profecía. Como Pablo, estamos llamados a ser libres de las hipocresías de la
exterioridad, a ser libres de la tentación de imponernos con la fuerza del
mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a Dios, libres de una
observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles, libres de vínculos
ambiguos con el poder y del miedo a ser incomprendidos y atacados.”
Tenemos pues
nuestras propias hipocresías y esclavitudes, grandes o pequeñas, que reducen a
un estéril movimiento de labios nuestra confesión de fe. Demasiadas veces tenemos
nuestro corazón y nuestra mente llenos de otros criterios humanos que acaban
por configurar prácticas distintas de las evangélicas, aunque las
justifiquemos. Nos queda mucho por caminar. Nos queda mucho por convertir y
liberar.
Jesús desacredita
una religión que impide la fraternidad que se iguala en la experiencia de que
todos tenemos a Dios por Padre y podemos llegar a él. Desacredita un sistema
que, porque cierra el paso hasta Dios, reservado solo a los “puros”, es un
sistema que impide la vida, que mata.
Nosotros nos
instalamos en esa hipocresía y en ese fariseísmo cuando nos volvemos
“activistas”, cuando caemos en la piedad externa -ritos y tradiciones- de un
compromiso a favor de los otros que en nada transforma ni convierte al amor
nuestra propia existencia. Cuando no dejamos que la comunidad nos interpele, cuando
reducimos nuestra revisión de vida a un mero ejercicio pedagógico. Cuando hay
parcelas de nuestra existencia que nos negamos a poner en comunión. Nos podemos
instalar en la hipocresía de llevar una doble vida: hacer cosas buenas por los
más vulnerables, desde la distancia de una vida intocable. Nos instalamos en
esa hipocresía, cuando realizamos las más laudables acciones desde criterios
humanos, pero somos incapaces de habitar en la debilidad de la comunión vital
con nuestros hermanos y hermanas empobrecidos. Hipocresía, cuando acabamos
pretendiendo justificar en Dios todo eso.
Sin la coherencia de
Jesús en nuestra vida no podemos pretender transformar el mundo. Sin nuestra
propia conversión, no podemos pretender la transformación que permita experimentar
la amistad social y la fraternidad humana
Reconozco con humildad y
acojo con misericordia -como me acoge el Padre- mis incoherencias e
hipocresías. Y me planteo en mi proyecto de vida en qué debo avanzar para
crecer en la coherencia que nace de vivir en Cristo. Lo hago desde la oración en el mundo obrero
Comentarios
Publicar un comentario